La Graciosa, al norte de Lanzarote, es sin duda el lugar que más ha marcado mi vida. Allí nací y viví hasta los ocho años. Ser isleño supone una cierta manera de enfrentarse al mundo. Vivir en una isla de doce por seis kilómetros reduce mucho la visión, pero es el mar el territorio por donde ésta se pierde, se extiende. Por contra, tenemos un acantilado basáltico de ochocientos metros de altura que detiene la mirada. Esa pared, sin embargo, dio alas a la imaginación de mis primeros años, dibujando el mundo escondido a su espalda.
Vuelvo a La Graciosa después de observar ese mundo tantas veces imaginado y veo la gente que habita mi isla, esa que ha viajado siempre conmigo. Sus miradas me hablan de la relación con el mar, unos perdiéndose en él, otras esperando el retorno. Aquí están esas miradas que hablan de mi primera historia y del reencuentro con mi isla.
Este trabajo es un tributo a la gente de La Graciosa, mi tierra. Especialmente dedicado a mis padres, a quienes ya no puedo fotografiar, pero cuyas miradas viajan en la mía.
Vuelvo a La Graciosa después de observar ese mundo tantas veces imaginado y veo la gente que habita mi isla, esa que ha viajado siempre conmigo. Sus miradas me hablan de la relación con el mar, unos perdiéndose en él, otras esperando el retorno. Aquí están esas miradas que hablan de mi primera historia y del reencuentro con mi isla.
Este trabajo es un tributo a la gente de La Graciosa, mi tierra. Especialmente dedicado a mis padres, a quienes ya no puedo fotografiar, pero cuyas miradas viajan en la mía.